02 abril, 2010

Antojos santos

Tengo antojo de ceviche y capirotada.
Gran palabra la capirotada, de fonética casi tan ecléctica como sus ingredientes, sus procesos culinarios y sus variedades. Como las caipirinhas con la muchachada, es un vocablo festivo de proporciones ampliamente empalagosas y consecuencias inherentemente adiposas.
Ceviche, en cambio, está a un paso de ofender pero se queda en el humor picante. Podría sonar tan despectivo como la tostada que lo escolta al paladar, pero chistosón como es él, opta por el humor cervecero. Nada menos barroco, más primitivo y ligero que el ceviche. Si a nuestra amiga Doña Capirotada hay que enmielarla, previamente frita, para rebosarla de queso con frutos secos, al impertinente ceviche no hace falta más que integrarle los frescos ingredientes para encomendarse al milagroso poder del jugo de limón.
Durante muchos años los comí consecutivamente, el joven ácido, simpaticón e irreverente se encontraba en mi generoso estómago con la señora escandalosa, cariñosa y obesa como postre. Fue la infancia de la engorda, donde los viernes santos eran dedicados al delicioso arte del atasque tragón en casa de mis abuelitos.
También nos acompañaban las tortitas de papa y de camarón, tan infantiles y grasosas, las señoras torrejas muy distinguidas y alguna que otra ensalada destinada al desprecio glotón. De todos ellos guardo buenos recuerdos aunque no el antojo constante.
El ceviche ya está en el refrigerador, hay tostadas, aguacate y salsas. Los amigos están por llegar y de la capirotada me quedan el recuerdo y el placer de pronunciar su nombre para imaginar ese dulce sabor a cacahuate tostado sin el cual la cuaresma ha perdido el poco sentido que le quedaba.

Venga a nosotros la comilona, oh señores del viacrusis.
El viernes santo es un buen día para volver a bloguear.